Siempre sospeché que lo de Lance Armstrong no era normal. Me parecía sobrenatural que un hombre pudiera ganar siete Tours de Francia y, mucho más, que lo hiciera de forma consecutiva. Más increíble se me antojaba aún que el tejano pudiera pulverizar de esa manera tan brutal los históricos registros de Anquetil, Merckx, Hinault e Induráin –los cuatro pentacampeones de la Grande Boucle- tras haber superado un cáncer testicular. Sin embargo, mientras ciclistas y más ciclistas, no sólo pardillos sino también figuras de relumbrón, iban cayendo en las redes del sistema antidopaje, el estadounidense resultaba siempre ileso. Siempre bajo sospecha, pero siempre ileso.

El hecho de que durante años consiguiera sortear los múltiples y exhaustivos controles a los que fue sometido, incluidas las sorpresivas visitas de los 'vampiros', hacía crecer su leyenda. Si estaba en el punto de mira de todos, parecía impensable que se ayudase de sustancias dopantes para mejorar su rendimiento sin ser pillado. Siempre mantuve ese argumento contra quienes ponían en tela de juicio la limpieza en la forma de correr del ‘tirano de Texas’, como le apodó Javier Ares, para mí, el mejor narrador de ciclismo de este país.

Todo cambió para Armstrong hace unos meses, cuando la USADA (Agencia Antidopaje de Estados Unidos) hizo público un demoledor informe que le situaba al frente de la mayor y más sofisticada trama de dopaje en la historia reciente del deporte. El estadounidense había negado antes tajantemente cualquier acusación, pero la de la USADA era otra cosa. Había pruebas irrefutables. Armstrong se quedaba sin escapatoria. Fue desposeído de sus siete Tours y suspendido de por vida. Luego vino su televisada confesión al mundo en la entrevista con Oprah Winfrey. El mito se hacía añicos. Armstrong admitía haber usado EPO, testosterona y transfusiones de sangre para mejorar el rendimiento durante su carrera.

La declaración pública de Armstrong ponía fin a una farsa que ha durado muchos años, demasiados. Una farsa que ha acabado poniendo a cada uno en su sitio. Armstrong ha quedado como lo que es: un gran tramposo. Y nunca justificaré a un tramposo, aunque siga pensando que el dopaje no hace milagros y que ganar un Tour de Francia, sólo uno, no lo logra cualquiera. Es algo que está al alcance únicamente de los mejores, y no basta con ir hasta arriba de según qué sustancias.

Tampoco la UCI sale precisamente bien parada de todo este escándalo. Las críticas y sospechas de su papel en los años oscuros del ciclismo resuenan como nunca en estos días posteriores a la impactante confesión de Armstrong.

Pero, sin duda, el gran damnificado por toda esta mierda vuelve a ser el ciclismo. Era lo que les faltaba a sus detractores para machacar a este deporte que tanto nos sigue apasionando a otros, a pesar de los pesares. Como me comentaba con guasa un amigo el otro día, vamos a terminar diciendo: “Sí, soy ciclista, pero puedo dejarlo cuando quiera”. Penoso.